SIMÓN DÍAZ, NUESTRO GENIO MÁS QUERIDO

Simón Díaz se cantaba a sí mismo y sin darse cuenta el país entero cantaba en él. Nos convenció de que Venezuela es un espacio mimado por Dios, y que la tonada, es nuestra bandera en tono menor. Tío Simón, bendito seas entre todos nuestros genios.

Ahora conocemos la canción con olor a pasto mojado, melaza y bosta de vaca. Ahora entendemos la tierna complicidad que se teje entre un campesino y el ganado que ordeña. Ahora nos conmovemos con el drama del becerro al ser separado de su mamá, y sabemos los secretos que viven llano adentro, en la intimidad de un universo donde patrón y peón comparten un mismo amor: el campo. Ahora lo conocemos pues Simón Díaz nos abrió el cofre que guardaba con celo todos esos tesoros.

Pero antes, cuando Simón se pasaba sus días de adolescente perdido entre las espesas sabanas de su natal Barbacoa, la tonada, ese gigante genero, corría el riesgo de quedarse estancada entre potreros y pastizales, encerrada en el canto de quienes confiesan sus penas a un animal mientras le ganan algo de leche. Desde muy joven sintió el temor de que esa figura musical tan dulce, se enfermara de arcaísmo al no encontrar salida, se hiciese incompatible con nuevas generaciones de campesinos, y luego, como suele suceder con muchas formas de arte en este país, muriera de olvido.

Por eso le radiografió el alma al llano, para encapsular en sus discos las historias de esos personajes tiernos, tristes, anecdóticos, llenos además de un humor tan ingenuo como auténtico. Humanizó en sus letras la insignificante gota que cae de la hoja, el primer rayito de luz que se nos cuela en la hamaca, la yegua que hace de confidente, los dorados maizales, los espantos que deambulan por las fincas. Todo con la asertividad de un cronista, pero con la sensibilidad de un poeta. Simon Díaz le puso formol a la tonada al cantarla, la embalsamó para que incluso nuestros tataranietos estén a salvo del riesgo de no sentirse venezolanos.

Cuando lo teníamos en este mundo, tropezarse con el tío Simón y no pedirle la bendición podía sentenciarse como traición a la patria, porque él era en si mismo un hogar para todo venezolano, una puerta abierta para regresar a la tierra en la que a veces olvidamos que nacimos, y solo nombrarlo nos trae un soplo de identidad, ventilando lo más hondo de nuestro orgullo. Por eso en cada río de este país, en cada obrero del campo, en cada lucero que se aparque en el cielo, en cada corazón arraigado a este suelo, hay algo de nuestro genio más querido, Simón Díaz.