Ya le habían advertido mil veces a Mkurtunm Eliknamet, que los Knamutianos no deben estar metiendo sus narices en planetas donde tengan la exótica costumbre de enamorarse, mucho menos en La Tierra. Pero él, poco orgulloso de haber crecido en una galaxia de sentimientos gélidos, en donde los asuntos del corazón tienen igual relevancia a los asuntos del ano, no quería ahorrarse el permiso de estacionar su nave a escasos metros sobre la casa donde vivía la hermosa Cristina Díaz.
Antes de dar con ella había estado buscando amor en veintiséis planetas distintos sin ningún tipo de suerte; el nuestro era ya la última de sus apuestas. Pero en un vuelo de reconocimiento sobre las playas de Cumaná, con sus poderosas antenas pudo reconocer en una joven que tendía franelas, la sencillez de sus maneras, el catalogo de momentos que le inspiraban suspiros, el desbordado cariño por su gato malcriado, las dagas que abrieron sus desilusiones, el grosor y la consistencia de sus pechos, su repertorio de mañas incluyendo la de rascarse entre los dedos de los pies a escondidas, en fin, todo ese conjunto de cosas que alimentaban la Cristina-cultura y que finalmente hacían que su corazón extraterrestre, poco más grande que un limón, latiera por ella con la potencia del de un búfalo taquicárdico.
Su jornada comenzaba puntualmente a las ocho de la noche, hora exacta en que podía ver por el pequeño ángulo de una ventana como el breve chorro que escupía un grifo corría por todo el cuerpo de la joven. Fueron muchas las noches de fanática observación. En ellas encontró inspiración suficiente para escribirle sentidos versos de amor, no digamos que buenos, pero si sentidos. Antes de que la luz de la mañana lo sorprendiera, no le quedaba otra que huir de la órbita terrestre cruzando el espacio sideral entre suspiro y suspiro.
Pasados varios meses, ante el pavor de desafiar el orden del universo, Mkurtunm estaba casi decidido a abandonar el proyecto, a serle infiel a su impulso y someterse al aburrido proceso de selección antinatural de su planeta. Pero la resolución ante la duda vino dada por un accidente: la interplanetaria nave, en la tradición de cualquier Chevrolet que ha sido sometido a una cantidad inescrupulosa de millas, sufrió un cortocircuito mientras hacia su rutina de observación, resultando en la precipitación del alienígena contra el patio trasero de la casa de Cristina, creando un estruendo que del susto obligó a la joven a abandonar el baño. Mkurtunm estaba en problemas. Sabía que debía actuar rápido y tener en cuenta que si bien conocía nuestra lengua, jamás había practicado la forma de reproducirla con su traquea multiforme y sus cuerdas vocales tritonales. Pero no había tiempo para pensar en eso. Cerró sus ojos inmensos, agitó sus antenas y en cuestión de segundos adoptó el fenotipo de un humano, con la salvedad de que le fue imposible disimular rasgos tan alienígenas como la baba que tapizaba su piel verdosa y las escamas que se asomaban por los laterales del cuello.
Cristina miró asombrada el paisaje en llamas, el chatarrero retorcido, la mata de coco derribada, y aun sin entender, bajo una bruma rojiza vio como un diminuto sujeto se le acercaba. Su presencia ofrecía una ternura tan atrayente que no parecía de este mundo, corrijo, ciertamente no era de este mundo. Ya estando muy cerca, Cristina entró en pánico y disparó un grito que su boca apenas alcanzó a proyectar porque Mkurtunm lo lapidó con una poderosa señal emitida desde sus ojos. Confundido, muy asustado, no tuvo mas remedio que inmediatamente hipnotizarla.
Esa misma noche sin tener remota idea por qué, Cristina acostó a el extraterrestre sobre la grama del patio para dedicarse afanosamente a sobarle las antenas. Pero en el planeta Knamut los machos responden rápido a estímulos muy básicos. Así que sin mucho preámbulo el enamorado alienígena le estampó un beso con sus tres extensas lenguas, logrando así que las hormonas de Cristina volaran tan alto como nunca lo habían hecho en su vida, para algunos minutos y caricias mas tarde encontrarse dando piruetas por el patio, bajo el mar, entre las nubes, en una contienda sexual insospechada por el Kama Sutra. El baboso sujeto era un amante promedio en su Knamet natal, pero un semental complaciente en nuestra esfera terrícola.
Al día siguiente Cristina parecía haber sido librada de aquella señal hipnótica, pero no así del recuerdo de la batalla amorosa; así que para cuando Mkurtunm le confesó su origen en su torpe castellano, aquel asunto le preocupó muy poco; total, si sus antiguos compañeros de piel canela, blanca, amarilla y morena no habían hecho otra cosa que patearle el corazón, por qué no pensar que la alternativa era un amante color verde manzana. Se resolvió a quererlo.
Ella día a día le enseñaba la fonética de las palabras, a controlar que de su garganta no salieran acordes complejos ni chasquidos estridentes que asustaran a la gente. Le explicó con paciencia que los insectos, los ratones y especialmente el gato de la casa no se comen, y para ponerlo a prueba le puso de tarea servirle a la mascota todos los días su comida. Él superó sus instintos aprendiendo a querer al felino y ella encontraba toda la ternura de la vida al verlo cubrir los quehaceres domésticos.
Cual cliché hollywoodense se sentaban cada noche en el porche de la casa. Allí mirando el cielo a Mkurtunm le encantaba contarle a Cristina anécdotas sobre su forma de pescar estrellas al norte de Knamut, donde son azuladas y frías, y en invierno se reducen al tamaño de un puño. Mientras, ella se dejaba humedecer el pelo por la sustancia salivosa que cariñosamente desprendía el extraterrestre de sus manos al acariciarla.
No todo era fácil. Mkurtunm solo dormía una de cada tres noches y al hacerlo se convertía en una masa parecida a un flan. Entonces Cristina debía amanecer batiendo el charco de la sábana para que así Mkurtunm se despertara y tomara la extraña forma semihumana que ya conocía. De no hacerlo se quedaría durmiendo hasta veintiséis horas continuas.
Todo iba bien hasta cierto día. Sus padres venían desde muy lejos a visitarla, y ella –con cierto temor- le pareció que había llegado el momento de introducir al hombre de su vida a su familia. Cristina compró kilos de maquillaje para disimular el color de piel y la textura de las escamas de Mkurtunm. Le ocultó las antenas detrás de un elegante sombrero de pana y le advirtió que hablara estrictamente lo necesario. El obediente Knametiano asintió con la cabeza aunque horas más tarde, en mitad de la velada, el vuelo de una mosca sobre una torta de chocolate se hizo muy tentador para el extraterrestre. Sus ojos brillaron con fuerza y ninguna de sus lenguas pudo resistir el impulso de estirarse metro y medio para tragarse vivo al insecto. Sucedió en un microsegundo, pero fue suficiente tiempo para que los comensales saltaran de sus asientos muertos de espanto. A Cristina no le quedó otra que reír a carcajadas, tomar muchísimo vino y apostar a que aquel alucinante momento terminara luciendo brumoso en la memoria de sus ancianos padres.
A la mañana siguiente, Cristina despertó mas tarde de la cuenta. Tenía una resaca insufrible. Se vistió como pudo y salió violentamente a su oficina, olvidando agitar la sábana y dejando a su amante convertido en esa masa babosa que a veces le repugnaba. Su jornada de trabajo fue normal, no hubo pormenores, sin embargo al llegar a casa no la recibió el gato como todos los días, sino un silencio incómodo que dominaba el lugar. Al entrar al cuarto, vio como tropezones de una especie de gelatina verde y roja tapizaban morbosamente las paredes. Gritó varias veces el imposible nombre de Mkurtunm!!.. Mkurtunm!!!, pero ya era muy tarde. Comprendió todo al ver al indigesto gato tendido al lado de la cama.
Cristina cayó desconsolada al suelo y luego de llorar dos días y cuatro noches, decidió raspar de las paredes los restos de su fiel compañero para ponerlos en una caja de zapatos y colgarlos en la ventana a donde pícaramente se asomaba Mkurtunm a verla cada noche; esto, con la infinita esperanza que de alguna galaxia lejana llegue algún pariente con su sofisticada cultura, sus impresionantes avances, sus impensables poderes, a revivir al tierno hombre verde que alguna vez le invitara a pescar estrellas diminutas en las románticas noches de invierno de Knamut.