Habían limpiado profundamente la blanca habitación. Ya no quedaba nada, ni las huellas de las patas de los centauros bailarines, ni siquiera una pluma de los querubines que revolotearon colgados de las aspas del ventilador, ni un eco de las olorosas palabras que se deslizaron en forma de humo al ras del suelo. A Jorge, en el momento mas efervescente de aquella fiesta, tuvieron que forzarlo entre tres enfermeros para que se tomara su medicamento de realidades en cápsulas. Horas después, el pobre paciente se enfrentaba de nuevo a las cuatro paredes de siempre, a las soledades de siempre, a la cordura de nunca.