SABINA: EL MUNDO DENTRO DE UNA CHISTERA

A Sabina frecuentemente le acompaña un sombrero. Lo usa para poder quitárselo, para no estar desarmado cuando la vida lo premie con ovaciones y aplausos; le da también la utilidad de los magos, arrancando de las entrañas de esa chistera sus canciónes imposibles, las que nadie vio venir, esas que de tan inoportunas terminan por ser insolentemente oportunas, porque suelen estar confeccionadas a la medida de nuestra tristeza. Joaquín Sabina patentó la canción que nos duele y a la vez nos consuela.
Escucharlo provoca todo menos indiferencia, porque en cada una de sus letras nos vende un mundo intenso, transitado por él muchas veces; un mundo lleno de farras, pero farras con bemoles, con un dejo de melancolía para que no peque de estéril el sentimiento. Un mundo donde las putas se merecen la más hermosa de las canciones, donde la rutina es la peste de la que se huye, donde las mujeres son patria, y los hombres, solo hombres. Un mundo donde los matrimonios se viven sin perder de vista la salida de emergencia. Un mundo donde se celebran las noches que comienzan de mañana, las playas sin mar, los besos incluso si son de Judas; un mundo donde el hombre detrás de la barra es un amigo entrañable, donde una mentira piadosa vale lo que dos gordas verdades. Su música es una invitación abierta a recordar que la vida no es solo para estar en ella, sino para participar en su alocada fiesta.
A pesar de su conocido affaire con los sonetos y la poesía escrita, las letras de Sabina cobran brillo al hacer combustión con melodías, y en ese abrazo ganan la condición indisoluble de “canción” que tanto venera; por eso sería injusto entenderlo exclusivamente como un “letrista”. ¡Coño, él es un compositor!
En lo personal, todo sabiniano sabe que no usa celular, que adora irse de copas con sus amigos, que de su altar doméstico caen a visitarlo deidades como García Márquez, que de su época de drogas y excesos se echa de menos a si mismo acomodando igual estribillo durante varios días sin dormir; que le gustó tan poquito trabajar con Fito Páez como disfrutó girar con Serrat; que mata igual por Dylan como por José Alfredo Jiménez, que su rincón de Tirso de Molina mas que un apartamento es un planeta de unos pocos metros cuadrados, que en su atolondrado corazón consiguen siempre parqueadero sus hijas, su compañera Jimena y una legión de hambrientos seguidores que le recuerdan cada vez que pueden que sí, que es un genio con fachada de antigenio.
Aquellos que alguna vez hemos brindado con un Joaquín imaginario un trago a fondo blanco, esperamos que le queden muchos años ordeñando sus tinteros borrachos de canciones, que se mantenga tan joven y tan viejo como siempre, que no se mude de la calle melancolía, que siga apostando doble o nada, que el cura que venga a darle la extremaunción apenas sea un monaguillo, y que cuando se le antoje poner a su último verso la última palabra, a ese punto final de los finales, le sigan dos puntos suspensivos…